martes, 27 de enero de 2009

El principio antrópico (1ª Parte)

A continuación os subo la primera parte de un ensayo que escribí hace tiempo que quedó 3º en unas olimpiadas de filosofía. Espero que lo disfruteis, pero sobre todo, que lo comenteis:



EL PRINCIPIO ANTRÓPICO
Introducción


Durante toda la historia de la humanidad, especialmente desde el origen de la filosofía occidental y del pensamiento racional, el hombre ha observado con devota fascinación la oscura y misteriosa bóveda celeste que se extiende grandiosa sobre la Tierra. El universo que conocemos es sólo la fina superficie de un vasto océano aún por descubrir. Sentimos la necesidad de explorar todos sus secretos, en cierto modo, para descubrir los nuestros... Si observamos cuidadosamente podremos distinguir botes flotando brillantes en la eterna noche, deambulando con rumbos diversos, establecidos por las leyes físicas, que se empeñan en instaurar un poco de orden en la gran profundidad. Las nebulosas transportan en su continuo movimiento, galaxias, estrellas, planetas... Cada galaxia está formada de gas, polvo y millones de estrellas, así que en cada una de ellas, podemos contar con millones de posibilidades de que aparezca la vida, pues cada estrella puede ser un Sol para algún otro ser vivo. Puede ser, pero en principio nosotros sólo conocemos un único sistema que albergue vida. En uno de los brazos de una galaxia espiral conocida como Vía Láctea, una pequeña islita en la inmensidad cósmica, se encuentra el Sistema Solar. Alrededor de nuestro Sol grandes mundos lo rodean continuamente, con órbitas casi circulares, encadenados por la ley gravitatoria. Plutón, de hielo y metano, custodiado por Caronte, recibe los tenues rayos del Sol desde su solitaria lejanía, mientras guarda las espaldas de los grandes titanes gaseosos, Neptuno, Urano, Saturno y Júpiter, todos ellos rodeados por numerosas lunas heladas. En el interior del sistema los planetas rocosos, más densos que los anteriores y mucho más pequeños, reciben los cálidos rayos solares con más intensidad, Marte, el planeta rojo, es velado celosamente por dos guardaespaldas, Phobos y Deimos, que puede que en algún otro tiempo guardaran la vida marciana, desaparecida en la actualidad. Sin embargo, debemos conformarnos hoy con observar su árida superficie rojiza y sus grandes tormentas arenosas.
Océanos de agua líquida, bosques exuberantes, desiertos dorados y cielos nitrogenados. En este escenario la vida se ha desarrollado en nuestro sistema. La Tierra, el planeta vivo. Desde aquí observamos el continuo ir y venir cósmico. Aquí comienza nuestra odisea...


Un poco de historia


En nuestro intento por descubrir y entender el universo, la especie humana ha experimentado un gran proceso de transformación y autoconocimiento. En la Antigua Grecia, un adelantado Aristarco de Samos establecía el sistema heliocéntrico, que situaba al Sol en el centro de las órbitas planetarias; sin embargo, pasó desapercibido. Cuatro siglos después, Ptolomeo establecía el sistema geocéntrico, que situaba a la Tierra en el centro de las órbitas planetarias, y con ella, a la especie humana.
La Tierra fue desplazada del centro del universo, finalmente, por Copérnico, que rescató la teoría heliocéntrica; Kepler, que explicó las órbitas planetarias mediante varias leyes y desarrolló la geometría celeste; Galileo, que defendió de forma acérrima la teoría copernicana y construyó el primer telescopio; y Newton, que desarrolló las leyes fundamentales de la dinámica y sentó las bases de la física clásica.
Tras estos descubrimientos, el nacimiento de la cosmología, ciencia que estudia la historia y la estructura del Universo en su totalidad, era inevitable.
Durante la primera mitad del siglo XX, Paul Dirac, jugó con las constantes físicas hasta obtener como resultado la edad del universo. Sorprendido llamó la atención de los físicos del momento, sin embargo, fue treinta años después cuando Robert Dicke, se asombrara de los resultados de su colega publicándolos en la prestigiosa revista Nature. Cada vez surgían nuevas conexiones entre las constantes universales y el estado actual del universo, lo cual se relacionó de forma casi automática con nuestra propia existencia. Por fin, en 1973, Brandom Carter, bautizó a esta serie de relaciones con el nombre de Principio Antrópico.


El Principio Antrópico en términos generales


La Tierra es, sin duda, un lugar excepcional. La vida se desarrolla con total normalidad siguiendo los ciclos vitales marcados por el periodo de rotación y traslación propios del planeta azul. Pero realmente, ¿es tan normal este desarrollo? Estamos tan acostumbrados a vivir que no nos percatamos de lo peculiar e increíble que resulta. Existimos en el seno de un profundo y oscuro universo, que esconde grandes secretos que se escapan a nuestra percepción. El universo que percibimos, tanto a gran escala como a escala diminuta, es sólo una pequeña parte de un todo mucho más grande que nos sobrepasa.
Según el Principio de Incertidumbre establecido por Heisenberg, la realidad que nosotros conozcamos estará siempre condicionada por unos determinados límites, establecidos por una naturaleza cambiante. Potentes radiotelescopios y microscopios electrónicos han aumentado nuestra capacidad perceptiva, permitiéndonos conocer las gigantes nebulosas que se arrastran por el cosmos y los diminutos quarks, que conforman la base de los elementos químicos.
¡Todo está tan bien calibrado…! cada constante física actúa en perfecta armonía con las demás, cada partícula ocupa el lugar correcto, cada reacción se desarrolla con impresionante precisión. Al observar esta abrumadora perfección, nos preguntamos inevitablemente, por su origen. Sabemos que este gran coloso oscuro aumenta cada vez más su tamaño, alimentado por una insaciable sed de conquista, desde hace 15 mil millones de años. ¿Qué ocurría antes de que el cosmos iniciara su gran odisea? Más allá todo son interrogantes, pero sabemos que en un momento de esa gran incertidumbre… ¡Boom!, o mejor dicho ¡Bang!, de una pequeña canica de densidad inigualable surgía este gran universo, mediante un proceso burlonamente denominado por Sir Fred Hoyle: “The Big Bang”.



La historia que transcurre un segundo después de la explosión es fascinante:






Aparecen las primeras partículas elementales y las primeras radiaciones, a temperaturas increíbles que superan los 1027 K, y que garantizan la simetría del vacío cuántico, ni que decir tiene, que en física no debemos considerar este vacío como tal, pues alcanza dimensiones que se escapan a la comprensión del sentido común. Aparecieron las primeras partículas y antipartículas, quarks y antiquarks, electrones y positrones, y los primeros bosones. Pero, en menos de una milésima de segundo, el universo experimentó un gran proceso de expansión que redujo su temperatura drásticamente, este periodo que rompió por completo la simetría establecida, se conoce como periodo inflacionario. Como consecuencia derivada de la inflación se formó una espesa sopa de protones, neutrones, electrones, fotones y mesones, a diez millones de grados. Tres minutos fue el tiempo necesitado para que las intensas reacciones termonucleares transformaran a los nucleones, agrupaciones de protones y neutrones, en núcleos que conformaron más tarde los elementos. Trescientos mil años después, una eternidad comparada con la escala cósmica que manejábamos hasta ahora, los electrones menos salvajes pudieron ser capturados por los núcleos, formándose así los primeros átomos de helio, hidrógeno, litio y deuterio, los componentes básicos de la materia cósmica. Sin embargo hubo de esperar 1000 millones de años hasta que surgieran las primeras galaxias, y comenzara la andadura cósmica, regida por las leyes de la física, originando hermosos y complejos sistemas planetarios, que 15 mil millones de años después serían observados por una especie muy peculiar de un pequeño planeta azulado.
Nuestro origen es el universo, provenimos de él y sentimos la necesidad de volver y resguardarnos en su gran inmensidad, pero además no queremos creer que somos los únicos que lo contemplamos. Queremos creer que en remotos mundos existen seres inteligentes, tecnológicamente avanzados, que como nosotros emplean todos sus esfuerzos en la búsqueda de otra especie vital.


El astrónomo estadounidense Frank Drake ha propuesto una fórmula, para estimar el número N de civilizaciones inteligentes tecnológicamente avanzadas susceptibles de estar presentes en nuestra galaxia. Esta fórmula se basa en nuestro conocimiento de los procesos que van de la astrofísica a la biología.

N = R* x fp x ne x fi x fc x fl x L

Donde,
N = Número de civilizaciones comunicativas.
R* = Número de estrellas en formación (parecidas a nuestro Sol).
fp = La fracción de esas estrellas que tienen planetas.
ne = Número de planetas como la Tierra, por sistema planetario.
fi = La fracción de esos planetas donde se desarrolla la inteligencia.
fc = La fracción de esos planetas capaces de comunicarse.
fl = La fracción de esos planetas donde se desarrolla la vida.
L = El tiempo de vida de las civilizaciones capaces de comunicarse.)



Ignoramos la mayor parte de los parámetros, sobre todo de los biológicos(fl a fc ). Por lo tanto, y de momento, debemos reducir los varios miles de millones de estimaciones a una única unidad, basándonos en lo que conocemos. Sin embargo debemos atribuirle el mérito de intentar racionalizar una cuestión tan compleja estableciendo los distintos parámetros que intervienen en ella.
Si atribuimos a cada variable un valor que nosotros no consideremos muy descabellado, obtenemos que el contacto entre dos civilizaciones tecnológicamente muy avanzadas no es muy raro. Para Fermi, sin embargo, esto no está tan claro, porque si hay muchas civilizaciones ajenas a la nuestra, por qué no las detectamos. Esto se conoce como Paradoja de Fermi, y se explica mediante el Principio de Fermi:

“La creencia común de que el Universo posee numerosas civilizaciones avanzadas tecnológicamente, combinada con nuestras observaciones que sugieren todo lo contrario es paradójica sugiriendo que o bien nuestro conocimiento o nuestras observaciones son defectuosas o incompletas.”

Para Fermi, el hecho de no encontrar ninguna otra forma de vida es descorazonador, pues ha llegado a la conclusión, de que el final último de las civilizaciones tecnológicamente avanzadas, está marcado por el desarrollo de su potencial autodestructivo.



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